Desde el lunes pasado que no dejo de pensar en qué
voy a hacer la temida pero inevitable noche de luna llena en que la mujer de la
guadaña toque el timbre de casa. Tanto miedo le tengo que el otro día no le
atendí a la señora de la OSE que estaba pidiendo el consumo porque pensé que
era la Muerte para consumar mi defunción.
Hace una semana que no salgo de casa porque me
estremezco al pensar que sigue allí, sentada en el cordón de la vereda,
esperando que saque un pie de casa para decirme que ya es hora de partir. La
verdad es que desde el dos mil nueve, cuando los Testigos de Jehová se
empeñaban en convertirme, que no tengo un miedo tan paralizante como este a
espiar por la mirilla de mi puerta y preguntar quién es.
Busco consuelo en Internet, en foros de discusión
sobre el más allá, aunque en verdad creo que está más acá que allá, a la vuelta
de la esquina.
Alguien está tocando el timbre sobrenaturalmente
despacio, ring... ring... ring. Ahora me arrepiento de no haber blindado la
puerta. No tengo alternativa, mi momento ha llegado. Bajo lentamente las
escaleras hasta la puerta: la única división que me queda entre esta vida y la
otra. Espío por la mirilla en puntas de pie, conteniendo el aliento. Y allí
está, impertérrita, devolviéndome la mirada. Silencio sepulcral. No puedo vivir
para siempre encerrada en esta casa; ya no quedan provisiones en la heladera,
excepto un plato de comida de perro y, con ese panorama, la muerte comienza a
ser más apetecible. Respiro profundo, escucho mi corazón latiendo más fuerte
que nunca, busco las llaves con manos temblorosas y coloco la correcta en la
cerradura. Una vuelta, dos; cierro los ojos, pongo mi mano en el pestillo y
deslizo lentamente la puerta.
La puta madre, Testigos de Jehová.